El juego alienante

Enhorabuena a los premiados. Lo digo sinceramente, cualquier brizna de felicidad es bienvenida en estos tiempos. Aún recuerdo los años del sorteo en blanco y negro con la alegría desbordada, no por el evento en si, más bien me repelían aquellos niños de uniforme cantando números y su correspondencia monetaria de forma monótona, sino porque solía coincidir con el inicio de las vacaciones escolares de invierno. Siempre me fascinó la expectación que causaba toda la parafernalia construida en base a un azar improbable. Poco ha cambiado desde entonces. De hecho, amparados en una supuesta tradición -no tan antigua-, se siguen perpetuando rutinas como si todo tuviera que ser siempre igual. Cambian nombres, cambian caras, pero se repite el relato como si no hubiera otra cosa que contar por parte de quien supuestamente tendría que servirse de lo nuevo, de lo distinto y cambiante para contar: los medios de comunicación. Las caras idiotas de los agraciados por la pecunia que quieren hacerse ver, el discurso bobo de un rey bobo para un estado bobo que lo alimenta, los resúmenes de lo que pasó, quién vino, quién nos dejó... Entre tanto sopor repetitivo me asaltan un par de cuestiones deshilvanadas como un par de penachos por desmadejar.
La primera tiene que ver con la imperiosa necesidad de determinados sujetos por figurar, por hacerse notar aunque sea de la manera más patética. Tiene que ver con esas rutinas mediáticas de las que hablaba al principio y lo que traslucen. ¿Qué tiene de interesante la fortuna ajena venida de improviso? Quiero decir como para llenar horas y días de los noticiarios con imágenes de unos interfectos de variado sexo y pelaje que con botellas de cava en las manos saltan, gritan y responden idiotizadamente a la pregunta aún más idiota del periodista o entrevistador de turno. ¿Qué piensa hacer con el dinero? Estas imágenes podrían estar pregrabadas por actores o se podrían reponer las de sorteos de años anteriores y no cambiaría nada porque lo que subyace no es el interés por la persona, desconocida, efímera en la imagen, intrascendente en esencia para la mayoría. Lo que subyace es el sueño, es la alienación de la rutina, el deseo de una felicidad sobrevenida (triste fortuna si sólo ha de ser de dinero)... Y sin embargo, a pesar de que en el fondo a los espectadores les importa un carajo la ristra de saltarines que canturrean y muestran el boleto que supuestamente ha de librarles del peso mundano de los dias, éstos no sólo no rehuyen las cámaras, sino que incluso salen al encuentro de los buscadores de rellenos para programas televisivos pretendiendo una notoriedad y unos minutos de gloria que no importan a casi nadie, excepto a algún familiar o algún ladrón cercano.
La segunda cuestión tiene que ver con el acto de jugar a la lotería, no tanto con el premio o la ausencia del mismo. Leía hace unos días un artículo que venía a proclamar que jugar a la lotería de Navidad era más un acto social de compartir y hermanamiento que no una búsqueda del beneficio propio... Y una castaña. Compartir, como mucho, se comparte el gasto que comporta el tener siete u ocho opciones sobre noventa y nueve mil de obtener algún retorno económico de relevancia. Si se buscase compartir no deberíamos jugar a este tipo de lotería. Se gastan cantidades ingentes de dinero que ni por asomo pensaríamos en donar a alguna contribución solidaria. Pero esa es nuestra esencia homínida, primero yo, después yo y si queda algo pues para mí también. Se estima que la media de gasto en lotería navideña de este año ha sido de unos noventa euros. Imagino, por soñar despierto, un arrebato de conciencia colectiva y que en la localidad donde resido, unas cinco mil almas de las que, siendo restrictivo, unas dos mil estén en edad de jugar y lo hayan hecho. Imagino la propuesta de una especie de loto comunitaria gestionada fuera de los conductos oficiales, esos que recaudan impuestos de fin incierto que se dispersan en el mantenimiento de borbones, urdangarines y miles de sujetos más, prescindibles muñecos troquelados sobre el cartón donde tendrían que trabajar las tan en boga tijeras de los recortes presupuestarios si de verdad se quisiera hacer creíble la democracia... Imagino pues, ciento ochenta mil euros (si mis inciertas matemáticas no fallan y hallan el resultado de la multiplicación de dos mil por noventa sin merma ni exceso) puestos a disposición del colectivo para, yo qué sé, varias líneas de transporte público o hacer gratuitos determinados servicios... Cada año algo nuevo de utilidad pública. ¿Pero quién jugaría a esta lotería de premio seguro?¿Quién cambiaría la remota posibilidad de mejorar su situación económica particular a cambio del beneficio común? Sobra la respuesta.
Miro de reojo al monitor. La algarabía de supuestos premiados sigue con su cháchara excesiva y miran a la cámara (me miran) con aires de superioridad y se ríen de mis elucubraciones. Voy a comprobar mi boleto.


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