La Tierra Media

Estoy muerto. Tal vez sorprenda que un muerto pueda escribir, pero en la Tierra Media donde vivía hasta hace unos minutos eso es posible. Conozco muertos que hablan, se mueven y respiran, como sucedáneos de seres colmados de la energía vital concedida. Ahora dudo si debo escribir y relatar en presente o en pasado. Es lo que tiene la eternidad en la que empiezo a diluirme, el tiempo se hace etéreo y elástico y ya no sé si hace un rato se ha alargado tanto como para ser presente o futuro. Si era o sigo siendo. Qué confuso. Tengo que empezar a olvidarme de conceptos terrenos de temporalidad apresurada. Estoy muerto, decía. Lo sé porque ha sido una decisión voluntaria y meditada, consecuente al fin con unos principios, los míos, que he ido dejando morir con consciente inconsciencia. Lo sé también porque empiezo a percibir una densidad ingrávida y  espectral en las cosas que me rodean. Como entes vaporosos y traslúcidos. A veces la vida, cuando era vida y la tenía, era así. Primero fueron unos días aislados, repartidos como curiosidades puntuales y anecdóticas en el calendario. Poco a poco esos días fueron ganando cuadrículas a las páginas de los meses que pasan y pasan, desapercibidos, como sus lunas medias y enteras dibujadas para nadie. Nadie se fija si mañana entraremos en cuarto menguante o creciente, pero están ahí como los números que señalan santos que no lo fueron y días que tampoco serán (quizá debiera decir fueron) más que números repetidos.
Ahora ya poco importa en esta situación de eternidad incierta en la que me encuentro. Empecé a morir en  realidad hace ya muchos años. No físicamente, decir eso sería una obviedad, puesto que empezamos a descontar vida desde el momento que nacemos, si no antes. Me refiero a la muerte anímica, de espíritu, de labor, de voluntad, de esencia vital que sólo busca a la parte biológica de la misma como sustento y soporte.
A la muerte que se refugia en la vida como excusa para seguir siendo. Esta abunda extraordinariamente en la Tierra Media de donde procedo, tanto que no supe ni pude ni al final quise oponerme a ella, ni contrariar su irremediable engullir. Me cuesta bastante determinar ahora cómo fue el proceso. Es decir, si primero di la espalda a los valores que forjé como irrenunciables en mi juventud y después perdí la dignidad, o fue a la inversa. Si vendí primero el alma y después mi cuerpo prostituido, o hice una oferta conjunta por mi yo entero. Si fui mudando multitud de pieles al modo en que lo hacen las serpientes o me cubrí de tantas que al final no pude encontrarme. Qué más da. En la Tierra Media, reino elevado de medianos y mediocres, cuenta existir y ya es bastante, como las amebas o los protozoos, con sus funciones vitales definidas y poco más, seguir adelante por seguir, por reproducir, por perpetuar la especie en ilusorio convencimiento de progreso material, pero convencimiento al fin y al cabo. Podría decir que fue el sistema, ese engranaje secreto y clandestino que nos empuja como la gravedad, ineludiblemente y en aceleración constante, con su decorado de protestas y descontentos, árboles salpicando un paisaje estático. Al final lo he asumido así. Luego me explico. La pseudoconciencia colectiva de supuesto y definido objetivo se impuso sobre el individuo y su esencia bajo la amenaza de la exclusión, del apartamiento y la diferencia que muy pocos parecen soportar. Pudo el sentido de pertenencia a una tribu impostada que nunca fue mía. Entendí tarde el concepto de suma individual y así me veo, al otro lado de la vida o de la muerte, según se mire, como se ve difusamente a un lado o a otro de una sugerente media cuando aún no ha ido a ceñir el talón, la corva, el muslo de armada pierna femenina. Cuando empecé a entenderlo todo era demasiado tarde, había dejado de ser en esencia, . El resto fue fácil. Me explico. Ganar la altura suficiente para asegurar la dureza del impacto y el acabamiento. Eso creo. La gravedad, el sistema, habrá hecho el resto, al final mi voluntad habrá servido para algo, eso lo supe tarde también. Ahora estoy muerto. Lleno de dudas porque sigo rasando el suelo y no me elevo, porque no difiero ni difiere el mundo a un lado o a otro de la media femenina. He perdido el reloj en la caída. Ahora tengo el tiempo.






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