Amantes

Imagen extraida del blog "Cuentos del duende de la niebla"
Cuando se despertó la cabeza seguía pesándole como un piano de cola de teclas amargas cuyos sonidos retumbaban en las sienes, en las órbitas oculares, en la nuca rígida, en el sabor a hiel de la saliva. Él miró a su izquierda y sintió que los ojos iban a desprenderse de sus cuencas, cualquier gesto era lento y doloroso. Esa continuaba allí. La respiración distendida y profunda, la quietud y el silencio la suponían dormida. Ojeó el reloj, de soslayo, con una punzada hiriente en las pupilas. Once de la mañana. Ella no llegaría hasta las cinco. Habían quedado en el aeropuerto -terminal dos- como era costumbre siempre que tenía que viajar. No lo hacía con mucha frecuencia últimamente. La crisis, ya se sabe, había hecho que la empresa para la que trabajaba recortara el presupuesto de representación exterior y las visitas a las diferentes sedes europeas de la compañía se hacían cada vez más espaciadas en el tiempo y menos extensas en duración. Ella lo sentía como una pérdida, como una frustración laboral, como una ausencia en sus quehaceres obligados, una anomalía en sus rutinas adquiridas que condicionaba no sólo su vida laboral. La ausencia se extendía al  pálpito emocional de su vida compartida. O tal vez fuera a la inversa. Ya no lo recordaba. Él lo sabía o más bien sentía la creciente intensidad de ese vacío que iba impregnando los silencios cada vez más largos, las palabras de escasez trabajada, las coincidencias esquivadas aduciendo inexistentes tareas no finalizadas -cada uno en un extremo de lo que un día fue morada común, hoy común morada de dos extraños-. Le costó ubicarse en la habitación de hotel reservada un día antes, con prisas -no supo hasta el día anterior del viaje de Ella-, pero a tiempo para corresponder a la cita esperanzante o de evasión que había encontrado en una web de relaciones personales (o contactos superficiales). Esa se le había aparecido como un soplo de juventud, como una musa de inspiración vital que le recordaba lo perdido o gastado con Ella. En cierto modo había numerosas coincidencias entre Esa y Ella en los gustos manifestados en los test de compatibilidad y en las preguntas que le había formulado a través de algunos chats, ya de noche, fingiendo preparar una reunión para el día siguiente, con la mirada pendular y oscilante entre la pantalla del ordenador portátil y el fondo del estudio, controlando los movimientos de Ella, también apoltronada en la butaca acolchada y la cara semioculta tras otro ordenador portátil. Alguna mirada cruzada, encontrada, esquivada -voy a la cama enseguida, ¿vienes tú?-.
Ahora estaba en otra cama, en un hotel cercano al domicilio al que habría de volver en breve para organizar el regreso de Ella y dar la prestancia necesaria a la morada para que pareciera haber sido ocupada durante los dos días en que había estado fuera, aparentar que la vida había transcurrido sin alteración rutinaria a lo dispuesto, a lo que Él suponía que Ella imaginaría en la distancia. En el fondo sabía que Ella no repararía en esos detalles objeto-espaciales del domicilio y posiblemente los pensamientos hacia Él ocuparían un lugar bastante secundario o terciario, desde luego no principal en su ausencia, pero necesitaba dar continuidad a la vida artificial, pero no por ello irreal, en común.
Esa le había hablado durante la tarde de sus numerosas inquietudes vitales, de sus gustos literarios, musicales. En bastantes ocasiones le pareció rememorar anécdotas y gustos ya olvidados de Ella, hasta su risa le transportó bastantes años atrás, cuando el futuro estaba por escribir y se trazaba a renglones de deseos compartidos y ampliamente coincidentes. El alcohol destilado en numerosas formas puso la divagación etílica y etérea sobre cualquier tema que se abordaba, sobre la vida imaginada de los transeúntes y de los clientes de los locales que fueron visitando. Él se mostró jovial e ingenioso como hacía tiempo que no se sentía, como si una chispa invisible hubiera prendido la mecha de su autoestima y le hubiera devuelto las ganas de agradar, que es una de las cosas que primero se pierde cuando se desvanece el interés por el otro.
La velada se fue consumiendo como la cera de las velas encendidas, entre risas, alcohol y conversación amable, convirtiéndola en un encuentro más parecido al de dos amigos a los que el tiempo había puesto en distancia que al de dos amantes en celo que buscasen en el sexo la falta o la desidia vengada de su vida diaria. Pero también llegó el momento del acercamiento corpóreo, ya coronados ambos por la embriagez, despedidos del mundo exterior, desnudos y elevados a remotas cumbres inexplicablemente cálidas: la entrega, el instinto primario, el ser compartido, el agotamiento, el sueño. Después amaneció la sed y el ardor, la sacudida de la resaca, pero ahora, a media mañana, le parecía un precio minúsculo pagado por el reencuentro consigo mismo. Se vistió con sigilo para seguir disfrutando de la respiración susurrante de Esa, la brisa, el soplo, la plenitud del ser significado. Marchó dejándola en la cama, sin irrumpir en la escena de belleza y quietud del cuerpo semidesnudo, entrelazado en sábanas que dejaban a la imaginación la continuidad de su piel tan entregada al descanso como hacía unas horas se entregaba a su piel.
Esa no quiso despertar todavía. Había seguido la escena con los ojos cerrados, como si el abrirlos fuera a devolver la incrustación de la pátina de olvido de sí misma que los días le habían puesto sobre el alma, su alejamiento esencial, y que el encuentro con Ese, a hurtadillas, fingiendo un viaje inesperado, había arrancado con una violencia extrañamente deseada. Tal vez tampoco abría los ojos para no enfrentarse al nuevo día hiriente de resaca alcohólica. Y de risas, de deseos olvidados o enterrados en la maldita pátina de la rutina. De todas formas tenía tiempo. Hasta las cuatro no tendría que volver a componerse para  reaparecer en el mundo en forma de llegada fictícea al aeropuerto -terminal dos-. A las cinco la esperaba Él. Como siempre.

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