De la impunidad

¿En qué momento sucede? En qué momento el ser humano traspasa la línea en que se siente por encima del bien y del mal y, entregado al convencimiento del ser superior, hace de la impunidad sabida su escudo y su forma de vida. No es una cuestión trivial. No me interesa tanto el resultado, lo expoliado, la sangre derramada -siempre indirectamente- aunque sea contundente y grave sino la línea a cruzar para que todo ello sea justificable a ojos -gran ceguera- de alguna conciencia, ni que sólo sea la del impune.
Me preocupa el resorte de calma que ampara a estos seres, la suficiencia insultante en el rostro al salir del juzgado de turno (si es que en alguna ocasión llegan a ser juzgados) tras una nueva proclamación de inocencia vergonzante y vergonzosa para aquel que guarde mínima honestidad. O la misma expresión impasible al justificar lo injustificable, la mentira, el crimen, el expolio, la destrucción con la culpa o la responsabilidad bien lejos, siempre asignada a otros cercanos o a casuales colaboradores... O a nadie. La legalidad legislada por otros tantos impunes les ampara.
Me gustaría pensar que en algún momento del día y a escondidas o tal vez en compañía reducida e íntima haya algo recorriendo sus entrañas que les impida sonreir de verdad -la risa de la felicidad-, conciliar el sueño, como una úlcera sangrante o un agudo y constante dolor de muelas. Me gustaría pensarlo, pero en el fondo atisbo que estos personajes se han hecho inmunes a ese dolor,  a ese desasosiego, a esa enfermedad depauperada que es el remordimiento. No puede ser de otra manera. La única explicación que se me ocurre o que puedo hacer explicable -que no compartible- a mi precario entendimiento.
Pero lo que más me preocupa es si esa inmunidad al dolor ajeno causado voluntariamente por uno mismo es innata o adquirida. Si el cabrón nace o se hace. Porque si nace sólo cabría confiar y encomendarnos a una cura (no sé si médica o espiritual) que remediara la disfunción natalicia y bastaría con tener identificados a estos individuos para que no ejercieran cargo de poder alguno. A fin de cuentas, nos preocupamos por detectar enfermedades en el diagnóstico prenatal que son mucho menos destructivas (lo son para el futuro ser o para su entorno más próximo, pero no para una colectividad local o global) que el resultado de los actos de estos seres impunes. Pero si la condición de cabrón no es esencial, sino consustancial al estado, cargo o notoriedad del ser la cosa es mucho más preocupante. Es decir, si cualquier persona, por cargo, amistad o influencias puede acabar envolviéndose en un manto de impunidad querría decir que esa impunidad es inherente al sistema (político, económico) y a la persona y la única forma de erradicarla sería cambiando el sistema contra la voluntad, lógicamente, de los impunes, reventarlo, erradicarlo. No se trata de matar a nadie, es más bien una actitud de resistencia y negación y de voluntad de transformación de nuestras bases, es educacional para adquirir la capacidad crítica y el discernimiento necesarios para establecer un sistema sin podredumbre enquistada, es espiritual para conseguir pensar más allá de nosotros mismos. El sistema, a fin de cuentas, es nuestra creación y nuestra obra, aunque a veces cueste reconocerla
Es desalentador ver cómo personajes que crean un producto financiero ruinoso llegan a ministros de economía, cómo un presidente de gobierno miente el primer día que ejerce como tal, cómo altos, medios y pequeños cargos dilapidan el erario público para su único y exclusivo beneficio o en infraestructuras de utilidad discutible o totalmente inútiles. Y no pasa nada. Siguen con su vida sin expiar su falta. El fraude, la mentira, el robo quedan impunes aunque ello comporte el hambre, la desgracia y hasta la muerte a alguien que les debe ser desconocido, insignificante, una cifra o porcentaje para la estadística. Dieron el paso o se vacunaron contra el remordimiento y los dolores de conciencia. Y les asiste la sonrisa y la calma en los palcos, en los actos sociales de etiqueta, necesarios e indispensables a sus ojos inmunes e impunes.
Mientras tanto la anestesia global se desparrama por los programas de telecinco, los enésimos clásicos futboleros y el deseo de conseguir esa vacuna o ese estado que cambia el gris por el rosa de la vida sin esfuerzo y hace más liviana la conciencia.




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