Un día cualquiera


Se durmió. Se hizo noche un día cualquiera. Horas antes había asomado la alborada dando paso a un proceso automatizado de estampas. Un encadenamiento en el que no tuvo la noción de ser, sino más bien la de sólo pasar sin conciencia. O a lo sumo como mirada retrospectiva al personaje que le sutentaba, llevaba y traía, que iba actuando por él. Pasaron los primeros minutos del despertar como en un ambiente de argumento previsible de película de misterio. Apertura de ojos, las  05:35, cierre de párpados. Apertura de ojos, de nuevo 05:35 en la pantalla digital del despertador, cierre de párpados. Apertura de ojos, seguían inamovibles las horas y los minutos. Cierre de ojos. Apertura de párpados, las 06:15. El universo entero le pareció un descomunal retrete en el que verter la ira y la mala leche de un retraso infligido como castigo a su pereza. Miccionó con ese deseo la contención líquida de las horas de sueño, se compuso el espectro rápidamente, tomó el ardor recalentado del café en la lengua y salió disparado a la calle en esa hora en la que el asfalto se iba extendiendo como una alfombra enrollada dejando bajo su rodar pelusa, escombro y gentes de nocturnidad empedernida, a buen seguro malajes.

En el autobús halló las caricaturas soñolientas de siempre, lo que le indujo a pensar que al final había conseguido tomar el transporte con puntualidad. La lengua le abrasaba. Los párpados le pesaban. Un tipo colorido e hinchado insistía en hablar con él de cualquier tema. Los párpados le pesaron más y cerró los ojos. Le despertó el conductor del autobús, un personaje mínimo y orejudo, como salido de un cuento de elfos y duendes: -Final del trayecto, señor.

Pensó que pudo haber esperado a que el autobús iniciara su trayecto de vuelta y retomar el descenso fallido en la parada de su centro de trabajo, pero lo pensó cuando el resorte que le iba moviendo le había empujado ya hacía unos minutos por las calles de un extremo de la ciudad que no conocía. Tenía que ser algún barrio del extrarradio del que siempre había huído. Tantas veces le habían prevenido sobre sus peligros y sus misterios que una persona de mente ordenada y precavida como la suya no podía permitirse. Las construcciones parecían contonearse a su paso haciendo gala de su fragilidad extrema. Todo parecía un collage de combinaciones coloristas imposibles sobre el que se iba abriendo paso sin saber por qué ni hacia dónde. Sólo quería salir de allí.

Tardó en reparar en las pisadas que se iban repitiendo tras de sí como un repiqueteo leve, pero al notar su constancia empezó a sentir un sudor frío por la espalda. Quizá fuera un chucho excitado ante el olor del bocadillo frío que tan meticulosamente había preparado la noche anterior. Elucubró que la calefacción del autobús habría caldeado el fiambre más de lo debido y el famélico animal vería en él un presa débil a la que asaltar a la carrera en cualquier esquina. No era un tipo enclenque, se cultivaba el físico regularmente en el gimnasio, pero qué podría hacer la carne contra la dentellada que la rasgara. Le podía el pánico a la herida, a la sangre. Dejó el bocadillo en una papelera y rezó -no era creyente- para que el chucho se abalanzara sobre el señuelo improvisado. Pero las pisadas seguían a una distancia constante. No se acercaban ni alejaban y permanecían fuera del campo visual de un soslayo disimulado y tampoco había en aquellos parajes escaparates que sirvieran de espejo para identificar al perseguidor y el potencial peligro. Allí sólo se alternaban paredes sucias con algún portal deprimente y solares con la maleza exhuberante. Y puertas de latón afianzando la pobreza de las infraviviendas y el olor a orín. Se figuró entonces que podía ser un atracador alertado por la presencia de un ejemplar adinerado fuera de su entorno. Si pensar en la dentellada de un perro le producía escalofríos, pensar en el metal afilado adentrándose en las entrañas le producía un desasosiego cercano a la ansiedad. Se notó el pulso acelerado, quizá se había acompasado a su paso. Lo notó más rápido y ligero y su respiración empezaba a ser más sonora. Pensó en que morir en aquel lugar debía de ser horrible, es decir, la muerte en sí le parecía horrible, pero tener que morir llevándose el olor a orín como última sensación antes de caer le pareció un final que no le correspondía. Se desprendió de la billetera no sin antes haber guardado la documentación en el bolsillo de su americana -los tramites administrativos para su renovación son un engorro, ya se sabe-. Pero las pisadas seguían crujiendo tras de sí. Empezaba a sentir ahogo. ¿Y si era un vagabundo que pretendía su abrigo? Hacía frío y no sería de extrañar que algún habitante de la calle se viera tentado de apropiarse de su cálida prenda. No dudó en desprenderse de ella porque además empezaba a sentir un calor extremo.
¿Por qué era incapaz de darse la vuelta y enfrentarse a su perseguidor? Tampoco era alguien del que se pudiera decir cobarde. No en su entorno natural, claro, pero aquí se sentía como un turista con camisa estampada y playeras en medio de la selva. El miedo le mantenía rígido el cuello, sólo era capaz de caminar. Y caminó. Le pareció que se habían unido más pisadas a las primeras pisadas perseguidoras y no pudo dejar de figurarse entonces a un grupo de adolescentes malencarados que querrían arrebatarle su preciado teléfono móvil de ultimísima generación. Se vio la tunda encima y los moratones, la nariz sangrando, a buen seguro rota. Así que, a su pesar, dejó caer el dispositivo móvil y apretó aún más el paso. La respiración se había tornado en jadeo y sintió que se agotaba. Al doblar una esquina apareció uno de esos cubículos plásticos que llaman urinarios móviles -poco se debía usar, a juzgar por el olor del ambiente, pensó- como un refugio salvador. Calculó que podría haber dado un esquinazo literal a los perseguidores -sin duda eran varios ya- a juzgar por la distancia del sonido y se encerró en el antro de inmundicia inimaginable. Puede que fueran dos minutos, puede que fueran diez, pero no pudo soportar más el asco y vomitó. Los pasos se habían detenido. Le venció la incertidumbre y salió rendido al encuentro de su suerte que él preveía final. Abrió la puerta del urinario y apareció la calle desierta y sucia, con un silencio húmedo y pegajoso que se iba desvaneciendo con el acercamiento progresivo de un motor diesel. Un taxi dobló la esquina y se detuvo ante su estampa desaliñada. Un tipo pequeño y orejudo que parecía ser de la misma especie de elfo que la del conductor del autobús le invitó a subir diciéndole que alguien había llamado para recogerle y que la carrera ya estaba pagada con creces. Llegó hasta el portal de su casa hundido en el asiento trasero del taxi. El taxista gruñó algo parecido a una despedida y descendó. Ya dentro del portal obtuvo el silencio reprobatorio a su desaliño de la portera.  Llamó al trabajo fingiendose indispuesto repentinamente y disculpándose por no haber avisado antes. Bajo la ducha se sintió exhausto. Era mediodía.

Durmió toda la tarde. Al despertar sintió apetito y tomó un pequeño refrigerio mientras consultaba noticias y sus perfiles en las redes sociales. En Youtube estaba arrasando el video de un tipo que se iba desprendiendo de cosas y se acababa encerrando en un urinario. No quiso hacerlo, pero el maldito impulso que llevaba moviéndole todo el día pulsó el icono 'me gusta'. Salíó al balcón para sentir un poco de aire fresco y desde allí observó cómo el asfalto de las calles se iba enrollando y cobraban vida de nuevo la pelusa y los seres arácnidos de la noche. Empezó a tener frío y volvió hacia el dormitorio. Tomó las pastillas de dormir para poder conciliar el sueño. Mañana se levantaría a la 05.35.

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