Nostalgia

Será por el comienzo de un nuevo año, esa manía que tenemos por delimitar el tiempo, por contar acotadamente o por la necesidad de cerrar etapas y olvidar, aunque nunca se olvide del todo. Será por la desubicación temporal de los sentidos, que cambian sus rutinas en los días invernales en que nos empeñamos en comer y beber como para un acopio, innecesario y sobrero, previo a la hivernación. Lo cierto es que me sentí envuelto de nostalgia al leer la noticia de la inminente quiebra de la empresa Kodak. No por la empresa en sí, a la que no tengo un cariño o devoción especial, desasosiego quizás por los trabajadores que quedarán sin empleo (no por los directivos de sueldos blindados que proclaman el despido libre). Pensé en la marca y pensé en la película fotográfica que usábamos no hace tantos años para tomar las instantáneas, recuerdos visuales plasmados en papel, evocación segura de alguna historia, de algún trayecto, de algún amor quizá extinto o no completamente, quizá continuado en el tiempo. No, no soy un defensor de esa tecnología ya obsoleta. Más bien al contrario, me entusiasman las posibilidades de la imagen digital accesible, más ecológica y abierta a la expresión (y a la manipulación masiva) a través de un sencillo laboratorio en un programa informático. No, no es eso, sino que hice memoria y vislumbré, a medias y emborronadas, como se representan la mayoría de recuerdos convertidos por el tiempo en secundarios y accesorios, las imágenes del cuidado al manipular aquellos carretes de resultado incierto, en un ritual en que uno se conjuraba para que no hubiera entrado el menor atisbo de luz en la cámara. Las historias estaban limitadas dependiendo del presupuesto... Doce, venticuatro, trenta y seis exposiciones... Y eso hacía valorar el momento, prepararlo, pensarlo, saborearlo como una oportunidad irrepetible y mágica que además tendría que esperar para ser rememorada. Después venía la composición en papel sobre papel, un álbum como un tesoro, labor de artesano o festejo de la recreación. Sentí su tacto satinado, sentí mis dedos sobre sonrisas, sobre cielos que ya no son, su calidez tan opuesta a la frialdad de los archivos digitales de capacidades descomunales que rara vez se imprimen (afortunadamente, por el bien del planeta o lo que queda de él). Sentí los momentos, cerveza o vino en mano, en que los instantes de tiempo detenido se reubicaban en historias vueltas a explicar (ya nunca como fueron, sino reinterpretadas por el olvido necesario de los detalles), vueltas a compartir, si lo fueron, con amigos, con amores o desamores ocasionales o duraderos, vueltas a reir...
Para colmo de mis divagaciones sobre tiempos pretéritos, al día siguiente, en una de esas reuniones familiares de largas y rebosantes mesas, mi padre sacó una cassette que había encontrado y que contenía una pésima grabación de mi voz (nada de imagen, por supuesto) cuando tenía tres años y en la que no logré reconocerme. Mi hijo me preguntó qué demonios era aquel engendro plástico que sonaba a rayos. Le expliqué muy por encima el funcionamiento que no tenía por qué entender y del que tampoco podría sacar ningún provecho, pero nuevamente me llegaron retazos de momentos junto a aquellos reproductores en los que se desgastaba la película magnética al ritmo desenfrenado y atronador de música heavy metal, rebobinando las cintas con un bolígrafo para alargar la vida de las baterías... Por no hablar de los algodones empapados en alcohol que supuestamente liberaban los cabecales reproductores de las partículas de suciedad que desprendía la película metálica de la cinta... Momentos analógicos en la era digital.
Al terminar la visita, el frío, el trayecto de vuelta, el pensamiento ausente y las ganas puestas en la llegada. Allí estaban, tan intactas como inútiles, organizadas en sus cajas, mis viejas colecciones de música en cassetes y vinilos que rara vez volverán a sonar con foscos o crujientes sonidos, como desdibujados, como la memoria, pero presentes en el tiempo en que fueron indispensables y novedosas melodías, que ya no es éste, pero que le pertenece y me pertenece, como una parte indispensable de mí.
No soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor, sería como decir que ninguna fotografía analógica salía movida o que no se enredaban la cinta de las cassetes... Fue el que fue y existimos como pudimos. Al contrario, creo que cualquier tiempo por venir será mejor porque nos dará la oportunidad de evolucionar y ser mejores. Esa es nuestra auténtica libertad, nuestro albedrío a voluntad sin cadenas, irrenunciable e inexpugnable, nuestra evolución interior.Y sin embargo ello no es óbice para que hoy me acuerde de buenos momentos pasados, no mejores que los que han de venir. Son ajenos a la tecnología con la que se registran, a la memoria que los guarda.

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